Me decido a acompañar a Oier, especialista en mamíferos voladores y otros bichos de las cuevas, a llevar unos especímenes de murciélagos al Museo Natural de Bilbao. Pero nada más salir del Metro en la estación del Casco Viejo la perspectiva de aguantar tediosos trámites burocráticos no me atrae ni lo más mínimo y abandono al colega con la excusa de que tengo que comprar suministros agrícolas. En realidad, me dirijo a la entrañable taberna El último aldeano y pido un pintxo de tortilla y un mosto. De repente recibo un tremendo susto al escuchar un grito pelado desde el otro rincón del bar, «¿qué anda ese aldeano por Bilbao?».
Acomodado en una esquina veo a un personaje con el que no tenía el menor deseo de encontrarme. Ni más ni menos que el veterano espeleólogo Humberto Alvarez, que ya ha iniciado su sesión mañanera de chiquiteo con un vaso de tinto largo. Por un instante siento el impulso de huir corriendo a toda velocidad, pero no tengo más remedio que procurar mantener la calma.
La razón de mi desasosiego procede, precisamente, del objeto de nuestra visita a Bilbao. Es sobradamente conocido el enorme rencor que guarda Humberto a todos los “científicos” que tengan que ver con las cuevas. En el fondo de mi cerebro intenta abrirse paso una vocecilla que me dice “no le cuentes nada”, pero tras estrecharle la mano las palabras fluyen de mi boca como si fuera un autómata al que le han dado cuerda, y rápidamente le pongo al corriente de nuestra misión científica.
Como era de esperar, reacciona con un gesto de feroz desaprobación, como si el objeto que nos ha traído a la villa no tuviera perdón de dios. Tras permanecer callado un rato me suelta:
- ¿A que no sabes cómo desaparecieron los murciélagos gigantes?
Le contesto que no tengo ni idea. Echa un trago de su vaso de tinto largo y empieza a contar la historia.
- Ocurrió en un remoto pueblo de las merindades. En una aldea perdida había una cueva en la que vivían murciélagos gigantes. Decían los aldeanos que tenían el tamaño de pollos.
- Menuda leyenda.
- Eran murciélagos comedores de fruta. Lo curioso es que, aunque hacían estragos en los manzanales y campos de melones de los lugareños, estos se resignaban y los dejaban en paz.
Le miro con cara inquisitiva.
-Creían que aquellos murciélagos estaban bajo la protección de un personaje mítico del bosque. Era el terrible Ojáncano, un ser con dos carreras de afilados dientes y grandes manos de diez dedos.
- Vaya!
- Los murciélagos gigantes vivían tranquilos, hasta que aparecieron los “faunas”.
- ¿“Faunas”?
- Sí, biólogos o zoólogos, que empezarían su monserga a los lugareños diciéndoles algo así como «venimos a estudiar la fauna»; de ahí ese apodo. La cosa es que algunos de esos “científicos” se presentaron por el área preguntando por murciélagos. Venían con sombreros, largas botas de cuero, prismáticos y brújula. Los adultos del poblado les miraron con mucho recelo, pero consiguieron engañar a algunos chavales a cambio de chuches. Los chicos les llevaron al borde de un vertiginoso desfiladero. En la pared de enfrente se abría una enorme entrada de cueva. «Allí están los murciélagos» les contaron los chavales. Los “faunas” manifestaron el deseo de ir a la cueva, pero los chavales protestaron, «no se puede ir allí, el Ojáncano les protege». Los faunas lanzaron carcajadas. «Menuda tontería», dijeron. En cualquier caso, el entorno era muy accidentado y ese día ni siquiera pudieron bajar al fondo del desfiladero. Quedaron en volver más adelante.
“Van a cazar los murciélagos y los van a comer”, decía uno. “El Ojáncano no lo permitirá”, decía otro. Pero no llegaban a ninguna conclusión.
Dos de los aldeanos más resueltos, El Suave y El Taciturno, decidieron cortar por lo sano. Se disfrazaron de “faunas” con artilugios que afanaron del palacio de un indiano y se fueron de caza con sendas escopetas y doscientos cartuchos cada uno. Una vez en el fondo de la cueva alzaron sus escopetas y dispararon directamente hacia la parte más densa de la colonia. Fue tal el chaparrón de murciélagos muertos que se les vino encima que estuvieron a punto de quedar inconscientes a consecuencia de los golpes. Después de eso hicieron sus disparos desde ángulos oblicuos para evitar los cuerpos que caían. Dispararon todos sus cartuchos hasta que no quedó ni un bicho vivo. Recogieron varios centenares.
Cuando los arrastraron en sacos hasta el poblado, muchos vecinos pusieron el grito en el cielo ante aquella escabechina. Los aldeanos más crédulos temían la reacción del Ojáncano, pero el Suave y El Taciturno comenzaron a asar en la plaza las primeras decenas de aquellos “pollos” diciéndoles, “no os preocupéis, el Ojáncano echará la culpa a los faunas”.
Acompañados con un espeso vino de la tierra aquellos “pollos” resultaron ser tan sabrosos que los recelos se disiparon rápidamente. Durante varios días los aldeanos comieron murciélagos hasta hartarse y los perros también disfrutaron como nunca con aquel manjar caído del cielo.
Al de varias semanas volvieron los “faunas” (esta vez los auténticos) para intentar llegar a la cueva y estudiar la colonia. Sin embargo, cuando habían descendido al precipicio para acometer la subida a la boca, algún azar misterioso del destino hizo que justo allí se desatara una tormenta épica de rayos y truenos, seguida de una granizada descomunal, con piedras del tamaño de pelotas. Tras aguantar la terrible tormenta resguardados de mala manera entre las rocas los faunas lograron arrastrarse de vuelta magullados y malheridos.
Al atravesar el pueblo rodeados de perros que les ladraban rabiosos desde encima de un vertedero, el becario del grupo, un chaval muy perspicaz, comentó que había restos que parecían huesos de grandes murciélagos. El director del grupo le contestó desaforadamente que se dejara de observaciones insensatas, si es que quería seguir formando parte del grupo de investigación. La cosa es que los faunas no volvieron más.”
Me quedo completamente mudo tras escuchar el relato. Me despido de Humberto muy turbado y respiro hondo una vez fuera del bar. Llamo a Oier. Una vocecita en el fondo de mi cerebro me dice que no le comente nada. Pero sé que no voy a ser capaz de callarme esta historia.