Diego, Sanda, Bruce, Martín
Dice su diario de
viaje que Stendhal cayó al suelo tras visitar la iglesia de la Santa Croce. Le
fallaron las piernas y no pudo mantener el equilibrio; se sentía aturdido. Y
tuvo que salir. Al parecer, fue incapaz de soportar la belleza de Florencia. Siglos
después, aún suele referirse a esa reacción como el síndrome de Stendhal. En la espeleología existe otro fenómeno
bien parecido, que reúne una etiología que no falla nunca: una cueva
emocionante y el cansancio extremo.
Entonces ocurre, seducido por las curvas subterráneas, y exhausto, ¡casi muerto!, entonces, la salida de la cueva
se vuelve una necesidad. Y cuando consigues atravesar la luz exterior: un
momento de calma, y el éxtasis. Caminas como si éste no fuera tu mundo. Algunos
equiparan estos síntomas a los de un zombi, otros a los de un asceta
metafísico, y el resto a los de un poseído. Por fuera podrían parecerlo- sólo
hace falta revisar fotos-. Sin embargo, yo prefiero llamarlo el síndrome de Ponata. Y cualquiera que
conozca esa zona de hayales sabrá a qué me refiero.
Tres grandes exploradores me acompañaban en
esta expedición. Nuestro amigo Bruce, guarda forestal de los bosques de
Escocia; Sanda, que aparte de médico, es escaladora y capoeirista; y Diego, anestesiólogo,
raíz cactácea y guía para la ocasión. Menuda tropa. Y todos ansiosos. Tal vez
por eso el desayuno resultó efímero, ligero- aunque, eso sí, más contundente
que un bol de Kellogs, ¡ejem!-. Durante el trayecto, Diego nos habló de otros
tiempos, de la caliza terciaria y de las sierras vizcaínas en territorio
alavés. Y a medida que nos adentrábamos en la montaña, aquellas épocas lejanas
se acercaban más y más. Diego ya lo sabía, y en el momento exacto, dejó que la
música sonara. Y las vimos. Musas para los espeleólogos. Grandes bloques de
caliza. Así continuamos, maravillados entre socavones y ganado; ovejas y vacas
y amigables espectros sin cabeza- mi reverencia a San Vítores-.
Las
conversaciones se iban quedando atrás, se mezclaban los idiomas, hasta que: silencio.
Habíamos llegado a Sierra Salvada.
Recorreríamos parte
del sistema del Hayal de Ponata; el tramo que discurre entre la SR-7 y la histórica
SI-44, descubierta por el GEA en marzo de 1983. Cabe decir que esta cavidad es
una de las más grandes de la CAPV, con más de 50 km de galerías topografiadas. Para
nuestra travesía instalamos una cuerda en esa segunda sima. El agujero no
podría ser más atractivo: una trampilla escondida entre hojarasca. No obstante,
nuestra entrada sería otra. Así que volvimos a la dolina inicial para empezar
el descenso. Surgieron algunos imprevistos que fueron solucionados en el acto;
demos gracias al guía. Y comenzamos la travesía. Encorsetados en nuestros
neoprenos, superamos las gateras y los destrepes iniciales. Un par de bajadas,
y ese gran agujero. Allí empezaron los primeros síntomas. A partir de este
punto, prefiero no describirlo con detalle; un mal adjetivo destrozaría las
estalactitas y una frase mal hecha enturbiaría el agua de Kobata y no quiero ni
pensar qué causaría un ritmo lento. Así que me limitaré a escribir visiones
borrosas e inconexas.
De hecho, para
entender la cueva, tal vez sea apropiado compararla con la teoría física de los
multiversos. Es decir, realidades paralelas que coexisten en un mismo conjunto.
De esta manera, a medida que avanzábamos, surgían mundos completamente
diferentes, pero conectados entre sí. El paso sifonado -¡jodido frío!, ¿seguro que es por ahí?, ¡Está fría! ¡Nononono!-;
el río de Kobata, tan limpio y suave; el pozo 23: guarida de algún gigante de
las cavernas; la galería de Indianápolis, que bien podría llamarse avenida; el
paso del Bizkaino; los trucos de magia de Diego, con su chistera suiza; la
galería Kalahari; la alcantarilla… oh, qué nombre más acertado. Joder, y empecé
a estar cansado. Pero aún tuve ganas de un poco de atletismo. Y vino Paulova,
que me llevó a bailar con ella. Y bailamos hasta el amanecer de los pozos
finales. Durante la travesía instalábamos y recuperábamos cuerdas- oficio en el
que se turnaron Bruce y Sandra-. Y sabíamos que habría que volver más tarde a
equiparlas. Descubrimos que Diego pertenecía a la familia de las cactaceae, y que si le dabas una gota de
agua y una onza de chocolate, era capaz sobrevivir durante un par de semanas
sin nada más. Así puso a prueba la fortaleza de los escoceses y la energía de
las médicos de UVI móviles.
Así hizo que yo padeciera el Síndrome de
Ponata. Pues cuando salí de la SI-44 aún creía estar caminando entre universos subterráneos.
P.D: Mis disculpas a
Sanda, a la que generamos un estrés máximo. Espero que nos volvamos a ver en
alguna otra cueva, ¡con un poco más tiempo!