23-08-2022 Santi
Hace poco he tenido un encuentro desasosegante con un colega al que conozco desde hace muchos años. Se trata del veterano espeleólogo Humberto Alvarez, con quien me he topado en una txozna de las fiestas de Bilbao.
“Qué tal en el grupo?”, me dice.
Le comento que en el ADES estamos muy ilusionados con diversos proyectos científicos y de colaboración con expertos en varias facetas de la espeleología.
Noto que me mira con desdén. Después, lanza esta singular afirmación:
“Yo, últimamente, sólo hago espeleo de calidad”
Aunque presiento que no capto de forma adecuada el sentido de lo que intenta decir, le digo ingenuamente que nosotros también hacemos espeleología de calidad, conectando con las diversas vertientes científicas de la actividad. Humberto, como quien alecciona a un novato, me espeta:
“Estás completamente equivocado. La espeleo de calidad es la que se hace sin presencia ni influencia de todos esos “expertos” que dices: arqueólogos, geólogos, murcielagueros, gentuza de patrimonio y medio ambiente y todos sus monaguillos”.
El comentario me deja anonadado. Por un momento intuyo que puede ser consecuencia de los efectos del cachi de kalimotxo que se está metiendo entre pecho y espalda. Sin embargo, Humberto se encarga rápidamente de sacarme de dudas:
“De hecho, la calidad de la espeleo se mide en base a la lejanía en la que te encuentras de todos esos soplagaitas y cantamañanas. Cuanto más fuera de su alcance estés, mayor calidad de la que podrás disfrutar”.
El tono que usa es tan desaforado que le pregunto por los motivos que le impulsan a llegar a semejante conclusión. Me larga la interminable lista de agravios que ha sufrido, ocasionados “por esa banda de ineptos”, como él dice, y de la que capto unos ejemplos.
Una vez su grupo conectó con un entendido en arte prehistórico para analizar “unos garabatos pintarrajeados” (según señala) que habían descubierto en la pared de una cavidad. Para el siguiente fin de semana ya les habían cerrado la entrada con una verja de acero inoxidable. “Menos mal –cuenta- que conocíamos otra boca, y pudimos proseguir la exploración. De paso, nos echamos unas buenas meadas delante de las pinturas de marras”.
En otra cueva ampliaron un orificio soplador y avanzaron entre sedimentos compuestos por una perfecta acumulación de capas de extraña composición y color. Llamaron a un iniciado en geología que les dijo que aquello era “muy interesante”. Poco después les cayó una enorme bronca por “destruir un yacimiento de pruebas geológicas de valor incalculable”.
En otra cavidad, la O-590, se encontraron con una colonia de miles de murciélagos, y dieron el parte a un biólogo. En breve, recibieron una misiva del departamento medioambiental del Gobierno en el que se les prohibía terminantemente la entrada a la cavidad para preservar a los bichos, con amenaza de onerosas sanciones si incumplían la normativa.
Humberto tenía, al parecer, motivos para estar un poco cabreado. Pero todo eso no fue lo peor, sino la experiencia vivida en el caso del “truño de Neanderthal”, como él lo llama. En una cavidad habían descubierto un gran número de huesos y comunicaron el hallazgo a arqueólogos y paleontólogos. Estos no dieron mayor importancia a los restos, pero en una salita contigua hicieron el hallazgo del siglo: un descomunal truño o, como ellos denominaban, “coprolito”, y que atribuyeron a algún homínido. Inicialmente, a un Neanderthal.
“No deja de ser un descubrimiento sorprendente”, le comenté a Humberto.
“Ya, pero tú no sabes la verdadera historia de aquel truño”, me dijo mirándome fijamente con cara de misterio.
A estas alturas no sé si creerme todo lo que me explicó a continuación. Al parecer, en una exploración varios años atrás hicieron un copioso hamaiketako antes de entrar en la cueva. A Humberto le entró el apretón y plantó en un rincón de la galería aquel formidable mocordo.
El tiempo hizo lo demás. Según señala, “en la cueva se produce un proceso ultrarrápido de fosilización, -cosa de la que no se han enterado esos soplagaitas- y poco después era como si el chorongo llevara allí miles de años”.
Humberto estaba seguro de que “aquellos expertos” no tardarían en darse cuenta de lo que se traían entre manos. Inicialmente se partía el culo de risa con la situación, pero más tarde se puso nervioso cuando le llegó una noticia inquietante: el equipo de arqueólogos se estaba enfrascando en un proyecto europeo de más de un millón de euros para el análisis del coprolito.
“Decidí que les tenía que contar la verdad. Me puse en contacto con el jefe del equipo diciéndole que tenía algo importante que comentarle acerca del coprolito.”
Desde luego, no esperaba lo que vino a continuación. Sin darle pie a dar ninguna explicación ni nada, el jefe le dijo en tono de cabreo:
“Ya sé lo que me vas a contar, que la muestra está contaminada”.
Humberto se quedó atónito, sin entender lo que el arqueólogo pretendía decirle. Este continuó:
“Sólo a un espeleólogo ignorante
se le ocurre orinar encima de un valiosísimo resto arqueológico”.
Entonces a Humberto se le iluminó la mente. Me dice:
“Efectivamente, cuando acabo la faena tengo la costumbre de regar el tordo con un buen chorro de meada. Manías que tiene uno, ya sabes”.
El jefe continuó con su tono acusador:
“La contaminación de la muestra nos ha dado muchos problemas para establecer la adecuada cronología del coprolito. Puedes dar gracias a que no nos metamos en acciones judiciales contra vuestro grupo y os caiga un tremendo paquete.”
“En ese momento decidí que no iba a contarle nada”, añade Humberto.
“Y qué, ¿ya han emprendido el estudio?” le pregunto.
El colega apura el cachi de kalimotxo y continúa. “Sí. Parece que al mocordo le han hecho una prueba de “refracción atómica”, o alguna hostia así, gastándose decenas de miles de euros, y han descubierto que el Neanderthal se había alimentado a base de león.”
“¿Qué me dices”?
“Como lo oyes. Lo cierto es que en aquel hamaiketako nos metimos una buena sarta de chorizos de León.”
Como a veces soy un completo inocente le digo, “pero eso no quiere decir que fuera carne de león, león…”
Veo que Humberto me mira con una sonrisa socarrona, y sospecho que me está empezando a vacilar… si es que todo lo anterior también no ha sido un vacile total. Miro la hora en el móvil como que tengo alguna cita y me largo apresuradamente de allí, mientras el colega pide otro cachi.
Tras el perturbador encuentro, respiro muy aliviado al volver a la confortable compañía de la gente de mi grupo, donde no se discute el valor de la ciencia y el conocimiento. Poco a poco recupero la paz y el sosiego mientras contemplo a los compañeros preparando meticulosamente los detalles de los próximos estudios científicos.